Vi por primera vez a Fernando Fernán-Gómez (Lima, 1921, Madrid, 2007) cuando era alevín, acompañado de mi abuelo durante una sesión contínua en el desaparecido cine Consulado de la calle Atocha. En la oscuridad de la sala apareció en pantalla un tipo desgarbado en mangas de camisa blanca, con una cara peculiar en donde destacaba el pelo panocha en remolino y una narizota con la que hubiera podido competir con posibilidades en un campeonato de zanahorias. Durante aquella película, El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), quedé prendado por la voz grave y por el brillo derramado de sus profundos ojos azules. Me lo creí entero. Esa sensación auténtica y compleja nunca abandonó al actor en sus posteriores trabajos, aunque el guión o la película fueran un castigo.
Hijo de la actriz Carola Fernán-Gómez, escuchó sus primeros aplausos en el útero materno, deslizándose de él poco tiempo después en plena gira teatral por latinoamérica. Fue criado huérfano de padre, por su madre y su abuela (“Ellas se esforzaban en que me pareciera natural el hecho de no tener padre y yo me esforzaba en que ellas no se dieran cuenta de que yo me daba cuenta de que aquello no era normal”), en un momento en donde nuestro país adquiría un color grisáceo, apagado, y la vida había de soportarse con un ánimo de mármol entre las manos para pasar, sucesivamente, las etapas más lóbregas de la España reciente: guerra civil, posguerra y dictadura. A pesar de ello, el joven Fernando comenzó a improvisar chascarrillos y chanzas en compañías teatrales de aficionados (su primera oportunidad se la da Enrique Jardiel Poncela al ofrecerle el papel de Peter el pelirrojo en Los ladrones somos gente honrada, 1940), haciéndose actor, un oficio que no se avenía a su carácter y que, sin embargo, le iba a reportar una vida de bohemia. Esta iniciativa no le privó de adentrarse en otros ámbitos culturales. Abandonó la carrera de filosofía y letras por su cada vez mayor actividad como cómico profesional (llegando a participar en más de 150 películas como actor en 50 años de profesión), iniciando a la vez trabajos de escritor, realizador, dramaturgo o articulista con resultados destacados, componiendo una personalidad humanista, barbada de inquietudes culturales casi renacentistas.
En cine (toda la vida es cine), hay que señalar su mejor compromiso. Una oleada de ejemplos irrumpe en su filmografía: Domingo de carnaval (Edgar Neville, 1945); El anacoreta (Juan Esterlich, 1976); Belle epoque (Fernando Trueba, 1992); El abuelo (José Luís Garci, 1998); La lengua de las mariposas (José Luís Cuerda, 1999); o las dirigidas por él mismo: La vida por delante, 1958; La vida alrededor, 1959; El extraño viaje, 1964; la increíble El viaje a ninguna parte, 1986 (con una secuencia que es para enmarcar en las filmotecas); La silla de Fernando (David Trueba, José Luís Alegre, 2006) último estreno que fui a ver al cine y tan recomendable como una noche de placer, o el largometraje con guión suyo Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984).
Afortunadamente Fernando es ya un mito, y los mitos pasan a la inmortalidad de la memoria (de los discos duros, de los deuvedés, de los libros). Sin embargo, hay que esforzarse por imaginar a Fernando preservando la actitud ante el mundo que le quedó en la infancia, lejos de las dolencias que le restaron resplandor en la mirada o rotundidad a la voz. Es preferible imaginarlo en su vida de noche madrileña, junto a Manolo Aleixandre, bajos dos sombreros de ala ancha, alternando entre cabarets, putas y amigos, prendido a una botella de licor.
Guillermo T. Coyote
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