domingo, 6 de enero de 2008

Mamá quiero ser artista


Dicen que Los Ángeles, (L.A.), no es una ciudad si no un estado mental. No hay ningún lugar llamado Hollywood donde están agrupados todos los estudios de cine. Las espectaculares mansiones que vemos en las películas, los exuberantes palmerales de las grandes avenidas o los clubes de moda donde las actrices sin talento se achispan cada madrugada tampoco están en un sitio específico. En realidad se encuentran enmascarados entre las colinas, las carreteras y los barrancos de la región dorada de California. L.A. es un verano, un sueño azul, fascinador y excéntrico. Los terrenos más nombrados: Venice, Beverly Hills, Santa Mónica, Encino, Bel-Air o todo el valle de San Fernando son territorios indefinidos que lo mismo se esconden cuando los visitas de turista con camisa hawaiana, como aparecen en el decorado de alguna película de cine. Esta sensación se siente en primera persona cuando te encuentras en la intersección más famosa del mundo (la esquina de Hollywood con Vine) y sabes que no estás en ningún sitio real. Se trata de un enorme decorado de cartón piedra donde se extiende un Rodeo Drive imaginario. Para hacerlo más verosímil, el lobby hollywoodiense incluye The walk of the fame, un engañabobos donde siempre hay un tipo cargante que intenta durante horas hacerse una foto encajando sus manos en la baldosa donde imprimió las suyas el bueno de Humphrey Bogart.
Buena parte de culpa de que exista esta alucinación de ciudad la tienen sus sibilinos pobladores. Son personas amorales, que lo mismo le ponen precio a su madre, como pagan la fianza de un socio culpable, como descerrajan la vida profesional de su pareja a sangre fría. Son aduladores, lisonjeros, alevosos y despiadados. Lo describió de puta madre el maese Wilder en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando Nancy Olson le dice a William Holden: “el tipo tenía talento”, y él le responde “Eso fue el año pasado”. El carácter impúdico de los habitantes guarda relación directa con el mundo del cine. Nicholas Schenk, después de convertirse en el dueño de la Metro Goldwyn Mayer, también definió este entorno cuando llegó a L.A.: “Nunca he visto más gente desgraciada que gana un millón de dólares al año”.

Pues algo así es lo que trata de contarnos Robert Altman (Kansas City 1925-Los Ángeles, 2006) en The Player (El juego de Hollywood, 1991) con un guión clásico y original, lleno de giros estupendos (mi compañero de redacción diría: “ilove… Michael Tolkin!”). Altman, el cineasta cáustico, crítico con la sociedad estadounidense en anteriores trabajos (Mash, 1970, sátira de la guerra de Corea cuando los marines aún ensuciaban sus uniformes en el fango de la selva vietnamita, o Nashville, 1975, un retrato épico de la sociedad yanqui de los setenta a través de la música country), especialista en las obras corales (Short Cuts, 1993 o Gosford Park, 2001) se rebela aquí contra la mano que mece la cuna para hacer un relato de L.A., su gente y su industria. Es una película sobre el mundo del cine realizada por un cinéfilo, cuajada de homenajes, cameos y citas que deleitarán al seguidor más empalmado del séptimo arte. Además la protagoniza Tim Robbins, (lo más parecido que tenemos hoy a James Stewart), poniéndose en el pellejo de Griffin Mill, un arquetipo de los fabricantes de sueños (los productores de cine).
En esta peli se puede ver bien lo que planteo, que Hollywood es un poblado fantasma del viejo oeste, una ciudad edificada sobre ilusiones y desilusiones. Lo dijo mejor el actor Joe Frisco, “Es el sitio donde te levantas por la mañana y oyes toser a los pájaros entre los árboles”.

Guillermo T. Coyote

Nota
Como lo que cuento nunca motiva para ver la película, intento otra fórmula, el trailer en 25 palabras:
Empezamos en la mayor penitenciaría de California: San Quintín. Es de noche y llueve. Una limusina cruza la verja principal, cerca de un grupo de manifestantes que hacen una vigilia con velas. Las velas, bajo los paraguas, brillan como linternas japonesas. Una manifestante, una mujer negra, está ante la limusina. Los faros la iluminan como una aparición. Sus ojos miran fijamente al único pasajero…

Fuente: Doctor Macro

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