Tenía la piel tostada, afiladas piernas broncíneas y unos pómulos angulosos como una chicane. En sus labios fulguraba una película crasa de vaselina rosácea que abría el apetito de la desgana. Le gustaba que la mirasen. Hacía del acto de desnudarse un gesto licencioso, casi lúbrico, un modo de desvelarse por encima del desdoro al que añadía un puntito teatral y casi solemne.
No soltó el estilete mientras tuvieron trato carnal. La idea había sido de él. Ella sostuvo la hoja de plata entre sus dedos trémulos como coartada de su sumisión.
Se llamaba Lara Lei y en su boca arrebatada se condensaba el axioma del deseo.
FK
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