La película, adaptada del cómic homónimo del dibujante (de moda) Frank Miller, ha recaudado más plata en un fin de semana que el resto de las diez películas más taquilleras del año 2007 juntas, y supera con mucho (en todos los sentidos, económicos y artísticos) a los tres neopéplums anteriores Gladiator (Ridley Scott, EEUU, 2000); Troya (Wolfang Petersen, EEUU, 2004); y Alexander (Oliver Stone, EEUU, 2004).
La historia, que esquiva la fidelidad histórica (no sea que aprendamos algo), se basa en la mítica batalla junto al golfo de Malis que llevaron a cabo los griegos y los persas en las llamadas Guerras Médicas, en el 480 antes de nuestra era. El rey de Esparta, Leónidas I, un tipo que rellenó su curriculo vitae con una mancha de sangre, lideró una coalición de ciudades-estados griegas para enfrentarse al ejército persa que venía desde Irán con ganas de asaltar Europa a las bravas. La batalla esto es cierto, estaba descompensada: 70.000 helenos vs 420.000 persas. Se dice (Heródoto, lo dice) que Leónidas decidió que la mejor opción para hacer frente a su adversario era replegarse hacia el interior de la hélade. Para que fuera viable el plan, alguien tenía que contener a Jerjes, y como al pedir voluntarios todos los soldados del ejército empezaron a silbar y a trazar círculos en el suelo con las sandalias, el propio Leónidas reclutó a trescientos hoplitas espartanos (y a varios millares de voluntarios griegos) e hicieron frente al invasor en el paso de las Termópilas, un estrecho desfiladero de unos 12 metros del altura que (por lo visto) era la llave de Grecia. Los lacedemonios (o espartanos) constituían una de las fuerzas más pequeñas, pero debido a su reputación y a estar mazas a más no poder (recuérdese que al que era un poco escuchimizado lo despeñaban por un terraplén), llevaron la voz cantante en la lucha.
Hasta aquí la historia que 300 simplifica hasta el máximo contando una versión un poco chusta en la que implica al jorobado de notre dame, que se equivoca de peli y se mete en ésta para traicionar a los buenos, porque quiere ser un soldado espartano pero como es tan feo no le dejan ni que haga de cadáver.
En el lado negativo mencionar también el guión, con las frases pésimas de siempre, tipo: “he hecho lo que he hecho porque tenía que hacerlo”, “galdeano, tócamela con la mano” y rollos similares. Ya se sabe, palabras de digestión rápida, para pensar lo menos posible. Es una pena que no utilicen una de las frases griegas que precisamente pronunciaron ante aquella invasión y que seguro hubieran podido incluir en alguna parte del guión: “Los hombres podrán cansarse de comer, de beber, o incluso de hacer el amor; pero nunca de hacer la guerra”. De una actualidad pasmosa a pesar de sus 2.500 años. También es tremendamente nociva la parte que se desarrolla en Esparta durante la batalla: vana, fútil e intrascendente.
A su favor (sorprendentemente) algunas cosas. Está de puta madre el detalle de la lucha cuerpo a cuerpo, el salpicón sanguinolento bajo el color sepia, los destellos brillantes del acero destrozando cuerpos y la coreografía de la formación de ataque bajo los escudos. La acción está logradísima. Así como la producción ornamental, que hace de la pantalla un cómic satinado a lo bestia en donde se van sucediendo las viñetas y pasando las hojas (imaginarias) con el iris del ojo. Una producción muy estética donde los espartanos brincan, dan piruetas en el aire y acuchillan a cámara lenta en una argamasa formada por la destreza técnica de Matrix (Hermanos Wachowski, EEUU, 1999) y Sin City (Robert Rodríguez, etc. EEUU, 2005).
Lo más positivo es que se revitalice el género del peplum, que suele abundar en la tele patria por estas fechas. Un buen momento para revisar Espartaco (Stanley Kubrick, EEUU, 1960) que sigue siendo, de largo, la mejor película de romanos de la historia…
Guillermo T. Coyote
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