lunes, 16 de abril de 2007

La tentación vive al lado



Hablando de rubias, a Scarlett Johansson (Nueva York, 1984) me la imagino descendiendo por los escalones de entrada de algún edificio enladrillado del Soho, después de hacer unos recados, con una sonrisa distraída en la cara, ajustándose la bolsa de lona en bandolera. Me la imagino natural, echando a andar hacia el norte, buscando el Greenwich Village con unas gafas de sol redondas, amplios pantalones militares y unas zapatillas blancas de deporte.


Era un jueves cualquiera en la isla de Manhattan y en el cielo añil brillaba un sol estupendo. Scarlett ha madrugado porque le gusta levantarse pronto cuando está en Nueva York. Desde primera hora decidió dar esquinazo a la responsabilidad y tomarse el día para ella sola. Se duchó con agua muy caliente mientras iba tras la voz de Billie Holiday en The sound of jazz. Desayunó con apetito dos cruasanes en Harry´s ante una taza de café humeante. Buscó alguna exposición en la primera edición del New York Times que le apeteciera ver. Después de pagar seis pavos por la bollería, sus pasos se distrajeron con la mañana y fue paseando sin un rumbo definido. A ratos se detenía si algo le llamaba la atención y hacía un descanso. Por ejemplo, estuvo sentada a la sombra de un tilo viendo durante diez minutos como un grupo de niños y niñas salían de la escuela pública a hacer una excursión. Ella se quedó en el segundo plano de la secuencia, retenida por una extraña sensación interior, abrazándose las rodillas y pretendiendo apreciar la mañana con esa interrupción. Observó como brotaban un montón de cabecitas colegiales por la puerta con gorras y mochilas, por parejas, agarrados de la mano, vigilados por una atenta profesora que los conducía con orden hacia un autobús escolar.
A mediodía de paseo eligió pasar un rato en la cafetería del 158 de Bedford Street. Tomó asiento en una de las mesas del fondo y pidió un capuchino. Mientras el camarero negro maniobraba entre vapor, tazas y cucharillas, Scarlett ojeó a su alrededor las estanterías donde estaban apiladas cientos de revistas en todas posiciones y un rimero de libros sin orden aparente. Recorrió con la vista los lomos de algunos de ellos y sus ojos azules se detuvieron en un ejemplar cuarteado de El Guardián, de Salinger. Lo recogió y lo retuvo entre sus manos, y poniendo el dedo pulgar en el grueso de las hojas las fue pasando en abanico. El aire que impulsaban las hojas amarillentas arrastraba un olor dulce y húmedo que la cautivó. Pudo apreciar que novela tenía algunas páginas arrancadas, y otras escritas con distintos lapiceros, en diferentes caligrafías. Inusitadamente paró y leyó para sí misma el primer renglón en donde posó su vista: “Era una chica rara. No puedo decir que fuera exactamente guapa, pero me volvía loco. Tenía una boca divertidísima, como con vida propia. Quiero decir que cuando estaba hablando y de repente se emocionaba, los labios se le disparaban como en cincuenta direcciones diferentes. Me encantaba. Y nunca la cerraba del todo. Siempre dejaba los labios un poco entreabiertos, especialmente cuando se concentraba en el golf, o cuando leía algo que le interesaba. Leía continuamente y siempre libros muy buenos.”


A Scarlett la imagino así, sin más lascivia que el escote de su sonrisa. Una sonrisa en la que se embalsa el remanente de cierta nostalgia. La culpa seguramente es suya, por aparecer en mi vida andando por Tokio con un paraguas transparente, en silencio, envolviéndose en una especie de optimismo cálido y atrayente. Habría que prestar menos atención a su melena platino, a la piel tostada por el Pacífico o a los ojos claros. Darse sólo cuenta de la niña con coleta rubia que pasa desapercibida entre los ríos de transeúntes que ondulan las calles que conducen a Central Park…

Guillermo T. Coyote

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