lunes, 20 de octubre de 2008

La vida en Tattooine






La mañana era desapacible. Una ventisca de sulfatos sacudía las ramas de los árboles y subía la arena del suelo hasta estrellarla contra las paredes de la nave espacial. Cada sesenta segundos el aire se introducía por los conductos del aparato y arrastraba un sonido sibilante que parecía alcanzar todos los espacios del sector.

Sánder estaba desesperado. Se asomó con dificultad a la puerta de salida y selló los ojos para preservarlos del viento. El aire era fogoso, asfixiante, obstinado contra el armazón lateral. Sánder sorbió residuos de salitre y regresó adentro.

Aislado en ese planeta de sílice sólo cabía esperar. Sombrío, repasó con el sextante las rutas anteriores en el panel sinóptico. Despreció en silencio su suerte. Observó la cúpula. La atmósfera era sabulosa. El sol se ocultaba tras una gaseosa de partículas rojas y naranjas. Su resistencia supuraba un naciente desánimo.

El Farolero

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