miércoles, 8 de octubre de 2008

El ruido que no oiste nunca









Veamos… aquella noche de otoño, cinco o seis años antes de la madrugada trascendente, crucé al costado derecho de la calle Bailén y rebasé la muralla árabe hasta el viaducto. Pasaban dos horas desde la medianoche, caía una lluvia fina que dispersaba a los escasos transeúntes y Madrid se silueteaba hacia el oeste en un mar de pequeñas luces amarillas. Acababa de separarme de un compañero que, sin duda, ya roncaba vencido por el ron. Me sentía feliz con aquel paseo, un poco acorchado, anestesiado de espíritu, irrigado por una sangre tibia como el agua que caía. En el puente me crucé con una chica pálida que parecía examinar el horizonte. Entre los húmedos cabellos rubios y el cuello de tafetán de su gabardina me llamó su nuca, fresca e inclinada, pero proseguí mi camino después de una breve duda. Había recorrido ya unos metros cuando escuché de pronto un alarido agudo que se ahogó rápido. El silencio que siguió me pareció interminable. Quise correr y no pude. Seguí escuchando a las gotas de lluvia estrellarse contra el asfalto inmóvil. Después me alejé con pasos rápidos y cortos. No avisé a nadie. Nunca dije nada.

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