domingo, 5 de octubre de 2008

El que la hace la paga







El automóvil alcanzó la esquina de la mansión de los Jenkins y se detuvo. Algunos vecinos se apiñaban en la verja hasta el punto de que formaban una multitud. Entre ellos se abrió paso el detective. Después de mostrar la placa al agente de guardia recorrió los escasos cien metros hasta el jardín, donde se encontraban los muchachos. Pudo ver entonces a la señorita Jenkins tendida sobre la hierba, toda arropada con sangre reseca. Innumerables balazos le agujereaban el cuerpo y la cabeza. El detective se sintió bien con todo aquello. En cierta manera se alegró de verla muerta a dos pasos de la piscina. Fue el suyo un contento apacible, un alivio de alguna presión imposible de especificar que sentía en los hombros y en el pecho. Le relajó aquella muerte espantosa. Su mente se extasiaba con la antipatía hacia los demás y su cuerpo también. Jenkins físicamente era bella, asquerosamente rica, tenía una gran personalidad y disfrutaba de los hombres hasta en el tazón de los cereales. Razones de sobra para sentir una euforia clandestina ante una muerte horrible. La señorita Jenkins había muerto para que él viviera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario