lunes, 22 de enero de 2007

Javier es un conejo blanco como un pomponcito, cuyas flexibles patas de algodón se articulan sobre un menudo caparazón a ratos azul, a temporadas grana; un animal ligero y múltiple, del estilo de los roedores, que se oculta en las más pequeñas madrigueras del área grande. En él se prolonga la tradición de los escapistas que dependen de la agilidad y de la rapidez; se esconde, se repliega, vigila con sus atentos ojillos negros, y hunde sus dientecillos afilados una sola vez. O dos. O tres. Pero siempre en el lugar exacto.
A Javier la zanahoria le sabe igual que el dulce de mallas de cuerda.
Cuando emigró a Barcelona desde la orilla del río de la Plata, aterrizó con un cheque entre los dedos que tenía tantos ceros que parecía que se había traído un melonar. Los especuladores de las Ramblas temieron por su suerte. En la Masía siempre se ha desconfiado de los pasados blancos. Por si fuera poco, arribó cuando Gaspar, el patrón pirata, encallaba el barco en medio de la corriente En los ríos revueltos siempre se atrapan salmones, pero nunca liebres. Aún así, el conejo brincó y corrió por el rectangular campo verde como alma que lleva el diablo, multiplicando sus cuartos traseros por veinte. Le acompañaba una extraña sensación de peligro permanente. Los equipos rivales no defendían con aguerridos centrales, para pararle le soltaban una legión de hurones. Y cuando los periodistas le preguntaban por su altura, Javier miraba a los lados, ruboroso, pudibundo, y le respondía a su cuello la variable que se extrae de dividir los kilómetros por las horas. Y siempre le salía infinito.
Sin embargo, los temores parecieron justificarse. El entrenador comenzó a perfumarse con extracto de mixomatosis y Javier perdió el rumbo. De repente, llegaba siempre demasiado pronto, su olfato se hizo de corcho, y confundía el centro del campo con una trinchera, y el banquillo con un barracón. Padeció, como todos los niños listos, de falta de atención. Los conejos domésticos tienen que ser examinados a diario, las infecciones les atacan con extrema rapidez. Antes de que se dieran cuenta, Javier ya brincaba entre los yates de Mónaco, y en cuanto parpadearon de nuevo, estaba ya en Sevilla, zigzagueando entre los olivos.
El contrato le devolvió de nuevo a Barcelona. Le pusieron la vacuna contra la enfermedad y volvieron los goles…, pero es posible que el antídoto se le pase pronto, y entonces tornará a la carretera. Que alguien le entregue un mapa que le conduzca a Zaragoza, con los Milito, con D’alessandro, con ese esteta que es Pablo Aimar…
Si el fútbol fuera una ruleta, yo apostaría mis dólares por el pibito.

Capitán Akab

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