lunes, 27 de agosto de 2007

… y el fútbol regresó a Chamartín


Parece que las musas se han vestido el uniforme blanco y, de pronto, chispean granos de café en el campo. Cuando todos los agoreros sospechaban que, tras la vacilante preparación, el equipo iba a caer en el sopor crepuscular que suele abatir a los equipos campeones, tres puntos han llovido desde el cielo de la capital en una armoniosa borrasca de abundancia balompédica. Quizá se trate de una tormenta veraniega, de un fenómeno estival: jugados noventa minutos en la pradera de Chamartín, queda todavía un mundo para que se dirima la guerra; parte se disputará en el alambre de la suerte, parte se fraguará en el abismo del destino.

En sólo un año, el Real ha experimentado las contradictorias inspiraciones que distinguen al mejor. Ha disfrutado durante un instante de la gloria del vencedor, y luego, confundido por los gritos, ha observado que todo nuevo campeón se inicia en una nueva época por el mero hecho de serlo. Desde aquella noche de junio en que se sorteaba la Liga, los muchachos se han sentido admirados, envidiados, comparados, criticados y vilipendiados, es decir, perseguidos. Han comprobado que en sus vidas de futbolistas toda la adhesión es condicional: se renueva con el tercer acierto y se retira con el primer fallo. Nunca habían llegado a sospechar que una camiseta nívea, impoluta, apenas lastrada con un dorsal y una marca, pudiera pesar un quintal.
Con permiso de los demás actores nuevos, Bernardo Schuster es la nueva válvula que regula el entramado. Casi nadie se detiene a recordar que en su día fue el sucesor natural del Kaiser Beckenbauer. Deba gusto verle jugar, aplomado en mitad de la cancha. Con su talla de guardarropa, su boca ancha y su melena nibelunga lo mismo acertaba una falta por la escuadra, como distribuía el juego en todas las direcciones, como transmitía a los espectadores la inequívoca sensación de que fútbol era él. Ahora, soldado al fuselaje del banquillo merengue, necesita a alguien que le trace el terreno de juego de centros, alguien que le imprima a la pelota cierta relación de jerarquía, alguien a quien dejar su traje de seda prusiana y su bastón de mando. El nuevo ideario madridista ha revitalizado a jugadores como Raúl, Guti y Robinho. Schuster decidió que si sólo contaba con dos puñales, se los iba a dar a los delanteros. El capitán se lo colocaría entre los dientes, y Robson lo guardaría debajo de la media. Sin embargo, la vara de Arellano era para Gutiérrez. El rubio de Torrejón desenfundó el sábado el telémetro y se apostó en la garita de la media luna para mandar. Antes de que pitara el de negro, entre los tres habían ganado el partido.

Capitán Akab

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