Se ha acabado la bula, por el momento, para ejercer el nuevo deporte nacional: criticar a Letizia. Éste había ganado muchos adeptos en los últimos tiempos, aunque no fuera más que una variante o especialización del ínclito, genuino y primigenio deporte español, la envidia.
Pero tras la muerte de su hermana los programas del corazón, siempre tan viscerales, se han comedido y han esgrimido contención y respeto. Resulta un fácil ejercicio de piedad y compasión ser benevolentes con el caído en desgracia, pero en un país cainita como el nuestro supone un ejercicio de bonhomía considerable. Ante un acontecimiento que te hace sentir lo frágil, vulnerable y desprotegido que se encuentra el ser humano ante los vapuleos estentóreos de la existencia y los abrazos inexplicables e ilógicos de la muerte, los más acérrimos detractores han recordado que también ellos pueden tener los pies de barro. Así, todos los cronistas rosas acataron las reglas tácitas de los duelos españoles: llorar, loar al difunto, apiadarse de los que se quedan, compadecer en lo más estricto de la etimología, esto es, padecer con, acompañar en el dolor. Incluso se les hubiera permitido explicar un chascarrillo, una anécdota graciosa porque en algunos momentos de lucidez extrema sabemos que si no queremos enloquecer de dolor y ausencia necesitamos del humor para contener por unos segundo la hemorragia incontrolable de la pérdida, para recomponer el alma que aún aullará noches enteras de insomnio y desesperación ante lo irremediable, ante la huida sin retorno.
Todos menos uno, que no siguió las convenciones del luto. Puñafiel asestó su puñalada más trapera. El jueves siguiente a la muerte de Érika Ortiz escribía en El Mundo "Una vida sin suerte; una muerte sin sentido". En el primer párrafo ya sentenciaba su tesis incriminatoria: Letizia era la única responsable de la muerte de su hermana. Claro que no lo dijo así de clarinete, que hubiera sido lo valeroso, inhumano pero valeroso, sino con acusaciones veladas, la más artera de las artimañas porque siempre podrá justificarse en la posmoderna teoría de la interpretación del lector. Pero en el fondo, Puñafiel sugiere que si Érika había entrado en la espiral con difícil fin de la depresión fue por culpa de una hermana ambiciosa y vana que ha querido ser princesa aun a costa de la felicidad y tranquilidad familiar. Incluso llega a insinuar que el desengaño vital de Érika se desencadena con la boda de Letizia, ya que en el espejo de su hermana ve deformada su propia realidad. Puñafiel arremete insistentemente con el leit motiv que le ha servido antaño para desprestigiar a quién ya no se podrá defender: su marido, Antonio Vigo, ha trabajado de barrendero. Así, éste dista años luz del buen partido que se ha llevado su hermana Letizia, el príncipe azul. Peñafiel, dixit.
Nunca he creído en los espejitos reveladores que transforman la realidad ni creo que Érika aún confiase en Blancanieves o Alicias en el país de las maravillas. Lo cierto es que la primera vez que vi a Antonio Vigo pensé que la que se había llevado el gato el agua era la menor de las Ortiz y no la primogénita. Vigo es muchísimo más atractivo e interesante que el Borbón, dónde va a parar. Pero claro, Puñafiel, estandarte del más rancio y clasista facherío del país, no podía consentir que la sangre azul se viese contaminada con tamaño despropósito proletario: un cuñado barrendero (en verdad, un escultor que para sacar a su familia adelante se mete a esta profesión tan digna como cualquier otra, que ni Dickens, oye) y un abuelo taxista. Menos mal que le tenemos a él, el gran Puñafiel, para salvaguardar el abolengo patrio de las incursiones de la gente corriente.
¿Pero a qué viene tanta inquina contra Letizia? ¿Por qué el máximo cruzado contra la Sannum, que "no podía ser reina ya que había salido en paños menores", arremete con furor contra cualquier actuación de la princesa? O bien tiene una patológica obsesión propiciada por los inescrutables vericuetos de la mente o bien la respuesta es simple: el dinero, el vil dinero. Puñafiel ha visto que criticar a Letizia es un lucrativo negocio para su bolsillo. Sólo debe ejercitar su prosa arcaica llena de latiguillos o bien su verso acompañado de su famoso movimiento de gafas contra la princesa y la máquina registradora empieza a contabilizar ceros. Los medios de comunicación tan abúlicos a la hora de buscar expertos tienen así a quién llamar como detractor de cabecera sin devanarse los sesos, ni la agenda. ¡Fuentes, fuentes que es lo que les jode!, les diría yo emulando a la Pantoja.
Estos emolumentos le han llevado a Puñafiel a escribir dos libros dónde deja de vuelta y media a Letizia: Los tacones de Letizia y Letizia en palazio (qué chistoso y agudo es Puñafiel cuando quiere). Por lo tanto, ingenuo de él pensó que podía rizar el rizo ante la muerte de Érika y ganar nuevos adeptos. Pero se descalabró, se quedó solo y Letizia le barrió del piso con su dignidad de barrio y su emotividad de hermana mayor. Como Puñafiel no quiere ser el nuevo destronado del circo mediático intentó subsanar el error con su actuación en Dolce Vita y entrar así dentro de la nueva elite de acólitos de la princesa, todos tan falsarios e hipócritas. A ver cuánto le dura, aunque creo que su colmillo retorcido y su mala baba no tardarán en reaparecer.
Firma invitada: inédita
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario