miércoles, 15 de julio de 2009
Cartas desde París. Hoy, el barrio Latino.
El barrio Latino es el centro parisino de enseñanza superior desde la Edad Media. Se localiza fácilmente, ya que se encuentra cerca del kilómetro cero de Francia (Notre Dame) y cuenta con el célebre Pantheon, un mausoleo laico consagrado a Santa Genoveva del que se echó a dios padre para traer a 80 héroes de la patria. Las tripas de sus criptas están ocupadas por ilustres como Víctor Hugo, Voltaire, Rousseau, Jean Moulin o Marie Curie, entre otros. No se le conoce como el barrio Latino porque hiciera Enrique Iglesias playback en él, o porque Chayanne hubiera contoneado aquí sus macizos cuádriceps. Se llama así porque estudiantes y profesores conversaban en latín.
Ahora, en verano, los jóvenes ya no acarrean carpetas ni forran libros de texto, sino que ocupan ociosos la place de la Sorbonne, la place de Contraescarpe y otras plazas llenas de bristrots y palomas. Los amantes del cine ven películas clásicas en rue des Ecoles y los comprometidos contra el sistema se unen bajo la misma atmósfera en la Mutualité para alimentar su rebeldía. Es un lugar tranquilo, de vías empedradas y brasseries económicas (un botellín cuesta tres dólares europeos). Vivir aquí, según parece, está de moda. Para los que no sepan dónde invertir sus ahorros, un pequeño loft de 40 metros cuadrados puede alcanzar en este quartier el modesto precio de los 500.000 euros.
Sus calles han sido habitadas por hombres de letras y revolucionarios. Por ejemplo, en el número 12 de Saint-Julien le Pauvre, próxima a la ribera del Sena, escribió el maestro Julio Cortázar su Rayuela; o en el número 6 de Pot-de-Fer estuvo George Orwell fregando platos cuando no tenía un chavo; o en un indeterminado número de la animada rue Mouffetard durmió el imberbe bachiller Rafael Guillén cuando sólo era la versión 1.0 del Subcomandante Marcos. Ernesto Hemingway, escritor y revolucionario a partes iguales, vivió en el 74 de la rue du Cardinal-Lemoine durante los años veinte con su primera esposa Hadley y guardó un buen recuerdo del barrio. “Nuestro apartamento constaba de dos piezas, sin agua corriente ni aseos (sólo una jarra para lavarse), que ofrecía un confort suficiente a un tipo como yo, acostumbrado a las cabañas de Michigan”. Sobre todo porque para un americano vivir en París en la década del jazz era una bicoca: con menos de tres dólares al día se podía comer, beber, ir al boxeo y pagar una habitación. Por no hablar de que en Europa no existía la prohibición del alcohol.
Pero el viajero no sólo se dedica a ver piedras y a perseguir fantasmas del pasado. En esta dura jornada de trabajo y reflexión también ha conocido a una deliciosa camarera neocaledonia de largas piernas morenas que le ha insistido con amables palabras y sonrisas para que se sentara en su establecimiento. El viajero, con algunas dudas, le ha hecho caso. Después ha pedido el menú del día recelando de las sillas vacías de su alrededor. Pero mira por donde, la caribeña ha regresado con una comida digna de un héroe de la patria: una ensalada con fuagrás y magré ahumado, muslo de pato confitado con tocino y patatas con perejil. Cerveza a discreción. 18,20 euros la dolorosa.
Javier Rambert
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