Hoy, domingo, por fin ha regresado el sol a iluminar la capital de Luz. París se tiñe del amarillo fluorescente del Tour de France, esa carrera cicloturista en la que siempre vence algún español bendecido con el sacrificio del pedaleo. Por ese motivo, el viajero huye del bullicio refulgente y decide guarecerse al sur, en un barrio forjado también con brillante pan de oro, selectas galerías de arte junto al río y seductores buenos modales.
Aunque el 7 arrondisment es un barrio aburrido de silentes calles, embajadas y edificios administrativos, hay que verlo con los ojos del debutante. Con esta mirada el quartier desprende un refinamiento parisino genuino, con la Torre Eiffel en el horizonte, la curva del Sena al acecho y el amplio y verde parterre de Les Invalides extendido como un mantel de picnic, donde apuesto una cerveza a que mañana lunes también será domingo.
El Hôtel des Invalides se construyó en 1670 por orden de Luís XIV para congraciarse con 4.000 veteranos de guerra mutilados en diversas contiendas. El lugar es importante. El 14 de julio de 1789 una muchedumbre enfervorizada arrasó la puerta de entrada y, tras una cruenta batalla, se armó con 32.000 fusiles antes de encaminarse a la prisión de la Bastille y estallar la revolución francesa, y por ende, la historia contemporánea.
Al sur del palacio, La eglise du Dôme, con su esplendente cúpula dorada, alberga los restos del bicornio Napoleón Bonaparte que, junto con el insigne Zinedine Zidane, es el principal ídolo local. El viajero no la ha visto en concreto (6 euros acceso), pero se ha enterado de que en el centro del edificio religioso se halla expuesta su sepultura con seis (ni más, ni menos) ataúdes encajados uno dentro de otro, como una matrioshka rusa.
El liviano calzado de verano del viajero abandona el Imperio para hacer dos paradas obligadas. La primera es el 38 de la rue de Vaneau, donde Carlos Marx y su esposa Jenny se alimentaron de olla podrida y patatas rancias. Marx inicia aquí mismo sus Manuscritos de 1844, satisfecho de que el socialismo utópico hubiera calado tan hondo entre el proletariado francés: “No hay nada mejor que una reunión con los trabajadores franceses para convencerse de su frescor ideológico. Los obreros ingleses hacen progresos, pero siempre les faltará el lado culto de los franceses”.
La segunda parada del viajero le lleva a la rue de la Bourgogne, donde halla la morada del rival de Marx por dominar la I Internacional, el ex-oficial de la guardia rusa, evadido de los campos siberianos, deslumbrante orador y anarquista, Mijaíl Bakunin. El ruso, cuando conoce a Marx, queda impresionado por su talla intelectual, pero también cree que es un vanidoso, un soberbio, un arrogante, en suma, un gilipollas. “La igualdad sin libertad conduce al despotismo de Estado”, como así se demostró.
Por último, el viajero regresa a pie hacia su habitación alquilada de Belleville. Atraviesa la Asamblée Nationale, el Ministerère des Affaires Étrangères, el extraordinario Museo d’Orsay y el Pont Alexandre III hasta que un gendarme con gorra circular, nariz ganchuda y polo azul celeste le da el alto. La serpiente multicolor se desliza por el Quai Anatole France como alma que lleva el diablo y hay que dejarla tranquila. Al viajero le da tiempo a ver la estela amarilla de Alberto Contador y piensa, en dudosa reflexión, que se cambiaría por el dorsal 1 de la carrera. No por la fama, ni por la plata, ni siquiera por las niñas que se arrimarán al campeón en la noche de gloria. Sólo lo haría por conocer la satisfacción que sentiría tras el deber bien cumplido.
Javier Rambert
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