


















Es un día claro de invierno. Una luz fría se recuesta sobre las tumbas del cementerio del Este. Entre la verticalidad de las lápidas medita un hombre: un periodista enfundado en un abrigo de paño negro con los cuellos volados. Tiene la expresión adusta y la cabeza encorvada. Sus manos largas están tostadas por el sol y sus gestos, suaves, transmiten sosiego.
Nació en Madrid, en el barrio de la universitaria, hace ya más de treinta años. Cree en el sol, en la obstinación y en el hombre. Es hijo de una artesana y un contable. Hasta ahora ha sido bien poca cosa: empleado de un agente marítimo, redactor en la sección de local de un diario en quiebra, trompetista de reemplazo. Acaba de recibir una noticia pésima: va a morir dentro de tres años. Por eso acude al camposanto a dejar caer allí su meditación:
“Para quien pierde su vida, nada hay donde aferrarse, y ningún lugar donde la melancolía pueda salvarse de sí misma”.
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