jueves, 23 de julio de 2009

Cartas desde París. Hoy, Passy y la torre Eiffel.


Es posible que la torre Eiffel sea el símbolo de París de la misma manera que Di Stéfano es al Real Madrid o la herradura plateada es el distintivo propio de Texas. Pero lo que pocos conocen es que el “espárrago de metal”, como algunos parisinos lo llaman mordazmente, estuvo a punto de ser desmontado en 1909. Su construcción no satisfizo a la élite artística francesa y si se salvó fue sólo porque resultó ser una plataforma ideal para las antenas que requería la radiotelegrafía, amén de un gran negocio. El primer año de su nacimiento el invento de Gustave Eiffel ya recibió dos millones de visitantes. Hoy recibe cuatro veces ese número. Hasta ocho millones de cabecitas se asoman al año por debajo de los 324 metros que tiene la torre para contemplar, desde la dispendiosa atalaya (12,5 euros), donde los demás trabajan, se enamoran, beben o sueñan.


A esa misma altura, en la orilla derecha del Sena se levanta el barrio de Passy, en el 16 arrondisment, uno de los más burgueses y pomposos de la capital. Los amplios bulevares que rodean la place de Trocadero están diseñados en torno a aristocráticos edificios de la época del barón Haussmann. Este barrio poblado por hombres de pelo cano y deportivos es uno de los graneros de monsieur Sarkozy. El señor que preside la República y goza de las actuaciones exclusivas de Carla Bruni sacó en este distrito “sólo” un 81 por ciento de sus sufragios durante las últimas elecciones presidenciales.


Pero el viajero no se deja llevar por prejuicios mundanos y anda sus calles sabiendo que como la disidencia escasea tanto más necesaria es. Y pone rumbo a la rue Raynouard, concretamente a su número 47, donde Honoré de Balzac se atiborraba a café (torrentes de agua negra) para escribir su mar de palabras. El autor de La comedia humana escogió un hogar quieto y resguardado para esquivar a sus acreedores y currar a manos llenas: “Trabajo desde que me levanto a media noche. Escribo ocho horas, desayuno en un cuarto de hora, trabajo luego cinco horas, ceno, me acuesto y prosigo al día siguiente”.



Con sólo calcular el trabajo de Balzac el viajero se agota y decide hacer un alto en la Isla de los Cisnes. Escoge un banco soleado próximo a la estatua de la Libertad (donde se escondía Harrison Ford en la película Frenético) y ve, en la margen derecha del río, como dos patos salvajes sortean con habilidad la maison de Radio Francia, un peculiar edificio llamado también “le fromage”, por su forma y sus innumerables recovecos que lo asemejan a un gruyère. Si se pega el suficiente tiempo las orejas al inmueble todavía pueden oírse las emisiones de esperanza que los españoles escucharon clandestinamente en sus grises domicilios durante los opresivos años de la dictadura.
Finalmente, después de escalar la avenida JFK y dejar atrás la estatua de Benjamin Franklin serena bajo un castaño de indias, los Palais de Chaillot y de Tokio y los ciento dos museos que pueblan estas suntuosas avenidas (el de la moda, el de Arte Moderno, el del Arte asiático, el Baccarat, el Drapper, el del vino, el del fumador…), uno llega a la place de Alma-Marceau, donde se topa con la Llama de la Libertad. En uno de los pilares de hormigón que sostiene el paso subterráneo que hay bajo ella se incrustó el automóvil en el que viajaban el multimillonario Dodi Fayed y Diana de Gales, la noche del 31 de agosto de 1997, mientras huían de los paparazzis. También murió en aquella asfixiante noche, aunque con mucho menos eco, el conductor del coche, un tal Henri Paul. Que en paz descanse.

Javier Rambert

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