martes, 19 de mayo de 2009

Encantado de matarla

La historia que a continuación se detalla está basada en hechos reales.
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Después de varios días siguiendo a su víctima, el detective privado decide cambiar de bando en su investigación. La razón es sencilla: una mujer. Una mujer temerosa. El detonante fue un encuentro mundano en el ascensor del hotel. Él se prendó de los ojos grises en los que se reflejaba su traje de 2.000 wons y ella accionó la parte del cerebro en la que reside el miedo a la muerte. La relación sexual posterior, consumada en la habitación 209, le proporcionó el alivio definitivo en aquella zona. Los dos se besaron arrebatadamente bajo el quicio de la puerta y consumaron el acto encima del cristal de la mesa de escritorio, junto a la televisión, enfebrecidos por el deseo. Un rato más tarde, cubrieron sus cuerpos con albornoces y entraron en el cuarto de baño para beber agua. Primero bebió ella, mientras él orinaba. De regreso al dormitorio él la rodeó con el brazo y realizaron el resto del trayecto hasta la cama medio tropezando el uno con el otro, como un par de adolescentes en un viaje de fin de curso.

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El asesinato que evidenció la nueva deriva ética del detective fue más sencillo de lo que él hubiera imaginado. Avanzó hacia la zona de luz parpadeante con decisión, dejando atrás las sombras. Introdujo la mano en el bolsillo y aferró el arma. Su cliente, al verle, se derrumbó sobre el suelo del coche y empezó a arrastrarse inútilmente hacia la puerta, mirando por encima del hombro, como una criatura, reflejando un terror auténtico, un pánico desquiciado. Al ver el cañón de acero encogió las piernas en un intentó desesperado de refugiarse bajo la cobertura del volante. Pero resultó inútil. El detective disparó el arma automática. El estampido creció por el garaje como un marasmo de ondas sónicas. El detective contempló su obra: un chorro de sangre manaba de algún punto próximo al riñón derecho de la víctima. Distinguió quejidos balbucidos al pedal del freno. El detective efectuó un segundo disparo: la bala penetró a la altura de la cadera izquierda. En los pantalones y la camisa de su cliente se dibujó una densa mancha de color violeta oscuro, como si le hubiera estallado un tarro de mermelada de arándanos.
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Las lápidas de los suicidas eran pequeñas y homogéneas. Algunas aparecían inclinadas, picadas como de viruela, sucias de hongos y musgo, con los nombres y las fechas apenas legibles. El terreno era duro, helado a intervalos. Avancé hasta que descubrí el nombre del detective inscrito en una de ellas. Me quité uno de los guantes para tocar su áspero mármol. Clavado en el suelo observé un jarrón del que sobresalía una flor podrida: la señal de que alguien había estado en aquel lugar antes que yo.



Capturas iL77
Texto Javier Wang

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