jueves, 10 de mayo de 2007

Un étrange aventure de Lemmy Caution




La máquina Alpha 60 gobierna Alphaville, una misteriosa ciudad a millones de kilómetros de Nueva York, en una galaxia lejana de la hostia. Allí llega Lemmy Caution, detective. Es un tipo duro de verdad: cincelado sobre un témpano, con gabardina y sombrero, salido de una novela de Raymond Chandler al que la cámara sólo se atreve a seguir en blanco y negro, en silencio. Y llega a Alphaville en plena noche húmeda, y da un nombre falso en la recepción del hotel y dice, como todos los que ocultan algo, que es periodista.



A pesar de que estamos en el universo lejano, aparentemente no es un lugar tan ajeno, de hecho lo reconocemos todo desde nuestros ojos terrícolas: los edificios, las luces de la noche reflejadas en los charcos del asfalto, las mujeres bellas…, y sin embargo hay algo en el ambiente que nos incomoda, que nos obliga a permanecer alerta. Quizá porque dentro de la película se respira ese aire denso, apretado, que tamiza la vigilancia del poder. No tardamos mucho en advertir la oquedad de la población. No hay empatía. Si pedimos fuego para encender un pitillo sólo conseguimos una breve mirada y un enorme signo de interrogación. Los habitantes caminan como autómatas, sostenidos por los trajes negros y grises, las mujeres tienen números tatuados en la piel que las borran el atractivo y las deshumanizan, incluso el aire suena a metal. Los pasillos de los edificios son largos, sinuosos, enmoquetados. No hay agentes de tráfico, ni prensa, todo está sometido a la ley de la probabilidad.

No cabe duda, hemos dado con nuestros huesos en un territorio comprometido donde no parece que vayan a tocar los Rolling Stones. Estamos en un estado totalitario. Después de hacer unas cuantas preguntas es evidente que la tecnología ha sustituido al ser humano.

Alphaville narra el futuro, cuando los hombres con gafas se han hecho tan listos que son capaces de crear unas máquinas infalibles que trabajan para controlarnos y juzgarnos a todos. Esta historia ya nos la han contado en varios formatos, desde la literatura al cine pasando por la filosofía y el arte. Pero Jean-Luc Godard (París, 1930) nos la cuenta con un estilo impecable. Vuelve a decir aquello de que el hombre es un peligro para el hombre, pero con clase, en un extraño relato que mezcla el cómic y la ciencia ficción. No le hace falta mostrar bombas nucleares ni desplegar un decorado artificial con bombillas de colores. Es un tipo elegante, con el blanco y negro le sobra para crear la estética por arrobas. Y en cuanto a las armas, lo maravilloso es que La capital del dolor, poemario de Paul Eluard, es la munición más subversiva.

Pronto vamos a conocer al motor de la historia: Natacha Von Braun (Anna Karina), que (a parte de ser una preciosidad) nos guiará por este nuevo mundo. Es la que nos va a poner en antecedentes, la que nos va a enseñar Alphaville en toda su magnitud.



En la guía de turismo no lo pone, pero en Alphaville está prohibido llorar. La ternura es otra emoción que desconocen las máquinas y por tanto está penada. Ya digo que es un sistema perfecto, ordenado al milímetro, infranqueable para todos… salvo para nuestro nuevo amigo: el artero, Lemmy Caution.

Guillermo T. Coyote

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